Zaida Pérez-Bassart, Amparo López-Rubio, María José Fabra Rovira
Instituto de Agroquímica y Tecnología de Alimentos (IATA-CSIC)
Imagina que compras un producto saludable, de calidad, y su envase no solo es biodegradable, sino que está fabricado con los residuos generados durante la producción del propio alimento. Suena ambicioso, pero es totalmente posible.
En los últimos años, la preocupación por la salud y el impacto medioambiental de nuestra alimentación ha crecido notablemente. Ya no solo nos importa qué comemos, sino también cómo se ha producido, de dónde proviene y qué huella deja en el planeta. Gracias a los avances tecnológicos y a la trazabilidad en los sistemas agroalimentarios, hoy es posible conocer con detalle el origen de los productos, sus métodos de cultivo, el uso de recursos y hasta su huella de carbono. Esto nos permite tomar decisiones de compra más responsables. Comer bien ya no es solo una cuestión de salud, sino también de compromiso con el medio ambiente.
En este contexto, la reducción de residuos derivados del procesamiento de alimentos, así como sus envases, se vuelve esencial para disminuir la huella ecológica.
Uno de los alimentos cuyo consumo ha crecido considerablemente en los últimos años son las setas. Su valor nutricional es alto: son ricas en fibra, bajas en grasa y sal y fuente de proteínas de calidad, sin ser de origen animal. En un escenario donde se recomienda reducir el consumo de carne, especialmente la roja, por sus efectos negativos en la salud y el medio ambiente, las setas se presentan como una alternativa saludable y sostenible. Además, tradicionalmente se les han atribuido beneficios como fortalecer el sistema inmunológico e incluso prolongar la longevidad, respaldados por sus propiedades antioxidantes, hipocolesterolémicas e inmunoreguladoras, entre otras.
Pero más allá de su valor nutricional, las setas también ofrecen un enorme potencial para el desarrollo de nuevos materiales. Son ricas en dos compuestos clave: los beta-glucanos y la quitina. Los beta-glucanos son los principales responsables de sus beneficios para la salud y, de hecho, se extraen para su uso en suplementos y productos farmacéuticos. Sin embargo, no son fáciles de extraer, ya que suelen estar unidos a la quitina, otro polisacárido de gran interés.
La quitina fúngica es una alternativa prometedora al quitosano que se obtiene de crustáceos, ya que no presenta riesgos para personas alérgicas al marisco y no requiere tratamientos tan agresivos. Aunque su separación de los beta-glucanos es compleja, esta combinación puede ser una ventaja: ambos compuestos tienen propiedades útiles para la creación de materiales biodegradables.
Y lo más interesante es que estos compuestos no solo se encuentran en las setas "comestibles", sino también en sus residuos: unidades descartadas por su tamaño o color y, sobre todo, los pies de las setas, que constituyen un residuo abundante en su procesamiento industrial.
En el grupo Biofun del Instituto de Agroquímica y Tecnología de Alimentos (IATA, Centro de Excelencia Severo Ochoa) del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), investigamos cómo aprovechar estos residuos de setas —como champiñón blanco, seta ostra o shiitake (Figura 1), ampliamente disponibles en los supermercados— para desarrollar nuevos materiales biodegradables (Figura 2). Nuestro objetivo es transformar estos subproductos en films con propiedades adecuadas para la fabricación de envases alimentarios sostenibles.
Estudiamos sus propiedades mecánicas (resistencia, elasticidad), su transparencia, y su capacidad como barrera frente al agua o al oxígeno. Además, optimizamos estos materiales incorporando pequeñas cantidades de otras biomasas o aplicando recubrimientos, también biodegradables.
Trabajamos tanto con los residuos que resultan de la producción, como con los que se generan tras la extracción de beta-glucanos. Estos residuos post-extracción son incluso más ricos en complejos de beta- glucanos y quitina, lo que los convierte en una base excelente para nuevos materiales de envasado.
Una parte esencial de nuestra investigación es verificar que estos films sean realmente biodegradables. Para ello, los sometemos a condiciones que simulan un entorno de compostaje: alta humedad, temperatura controlada y presencia de microorganismos.
Observamos su descomposición a lo largo de 90 días y, si al final del proceso no quedan restos del material, podemos afirmar que es completamente biodegradable (Figura 3).
El aprovechamiento de residuos agroalimentarios como los generados por el procesado de setas no solo ayuda a reducir el impacto ambiental de la industria alimentaria, sino que abre la puerta a la innovación en materiales sostenibles. Proyectos como los que desarrollamos en el equipo Biofun del IATA-CSIC apuntan hacia un modelo más circular, en el que lo que antes se consideraba un desecho puede transformarse en un recurso valioso.